jueves, 29 de julio de 2010

Elecciones y derrotas II

Toda la semana hemos estado insistiéndole al Profe. Le hemos preguntamos en una u otra forma:
– ¿Qué hicieron con la urna que se robaron? (entrada anterior)
– Lo primero era dejar perfectamente claro que no habíamos violado la urna. Decidimos entregarla sin abrirla al comité municipal electoral, encargado de sumar los resultados reportados en las actas de cada casilla. Queríamos dejar públicamente sentado que en el resto de casillas se habían presentado multitud de irregularidades. No sabíamos qué más íbamos a hacer. Teníamos poca experiencia electoral. Todavía no nos constaba cómo se hacían en realidad las trampas. Inocentemente pensábamos que era a través de tamaleadas, carruseles, urnas preñadas y demás pequeñas trampas con que la leyenda antipriista, alentada o inventada por el propio PRI, todavía engaña a mucha gente. Al fin de cuentas lo que pasó esa elección nos dio la pista de la forma como se hacen los fraudes electorales. A lo grande, no con pendejadas.
–Te estás desviando, Profe, como siempre ¿Qué pasó con la urna? No nos interesa tanto qué querían hacer, si no qué pasó – insistimos con esas o palabras similares.
–Ahí les va un resumen apretado, para que no estén chingando: El domingo siguiente, cuando se hacía el cómputo municipal y nosotros nos preparábamos para hacer un chou con la urna “recuperada”, como a las seis de la mañana supimos que se estaban llevando todas las urnas, a esas horas, rumbo a la capital del estado. Quisimos seguir a quienes las transportaban, pero no nos dio tiempo. Luego confirmamos el hecho: ese día no sesionó el comité municipal electoral; ya no había urnas en el municipio; solamente estaba la que nosotros teníamos que nunca se contó. Fue tanta nuestra sorpresa que solamente hicimos el chou y no supimos qué más hacer. Como las elecciones las calificaba el congreso estatal no nos quedó sino esperar que los dos diputados que tenía el partido en el congreso (contra quince del partido oficial y otros tres de otros partidos) defendieran el caso y se anularan las elecciones. A los pobres diputados les pasó la aplanadora por encima y las elecciones en nuestro municipio se declararon válidas “sin ninguna irregularidad”. Desde luego los votos ...
Lo interrumpimos airados: “cuenta bien”, “no inventes”, “hablador”, “ya, no te hagas el buey”, ¡oh, te ofendiste!”, “¿qué ganaban con el show?”
– Lo que cuenta el Profe es totalmente cierto – puso orden Felipe Gómez – Muy resumido, pero totalmente cierto. Me parece extraño que con todo lo que saben ahora sobre fraudes electorales no le crean. Así se hacía antes, cuando todavía no había computadoras ni las demás tecnologías modernas.
– Pero, a ver –interrumpió alguno de los presentes –quisiéramos conocer detalles y sobre todo a mi me interesa saber cómo se legalizó el fraude en un congreso estatal.
– Pues eso sí que tendrán que preguntárselo a alguno de los dos diputados de aquel entonces. Eso está difícil porque ellos todavía no se juntan con nosotros. Pero si alguien tiene otro cuaderno donde el diputado nos cuente esa historia ¡dígalo de inmediato y lo leeremos! Todos aprenderemos algo.
Seguimos platicando pero nadie pudo aportar más datos. Necesitamos algún escrito o buscar quién recuerde lo que pasó. A ver cuánta suerte tenemos.
– Más bien veremos que tan hábiles somos y qué tan bien podemos hacer nuestro trabajo – dijo una voz desconocida.

jueves, 22 de julio de 2010

Elecciones y derrotas I

Hace un mes le pedimos a Felipe que nos contara triunfos guardados en la memoria colectiva y nos salió con que mejor nos contaría derrotas. Durante tres semanas nos ha narrado una historia que está muy lejos de terminar (batallas perdidas I, batallas perdidas II y batallas perdidas III). Todavía no vemos con claridad de qué batalla se trata. Ahora Felipe nos dice que, mientras él termina esa historia, el Profe nos debe contar una derrota electoral y no pretendidas “aventuras” como las que nos contó hace poco en una cantina.
El Profe se resiste, dice que no tiene caso narrar simplezas. Nosotros argumentamos que nos dejó relatar el robo de veinticinco mil votos. No se opone a que se narren triunfos pero no quiere contar derrotas.
El Profe nos sale con que él no sabe si ese robo de votos fue triunfo o derrota y que lo que nos va a contar tampoco está seguro si fue ganar o perder.
– La historia se desarrolló –comienza a decirnos el Profe– en un municipio del mismo estado donde aquél diputado se robó los veinticinco mil votos, pero fue en unas elecciones únicamente municipales. En el municipio donde pasó lo que cuento el partido tenía mucha gente organizada en lo que llamábamos comités de base. La mayoría de los militantes eran choferes de trailers con experiencia importante en luchas sindicales, con batallas violentas en las que enfrentaron esquiroles, sindicalistas amarillos y golpeadores de la patronal y al fin pudieron formar un sindicato independiente que para la fecha de estas elecciones ya estaba registrado y en el cual seguían participando. En los mítines de cierre de campaña nuestro partido tuvo más gente que el partido oficial, el PRI. Eso puso nervioso al gobierno estatal que acostumbraba ganar con “carro completo” y preparó entonces el fraude masivo, basado en retirar las urnas para que los votos no fueran contados en las mesas electorales, y los resultados pudieran alterarse. En un esfuerzo de organización interna nuestro partido nombró representantes ante la mayoría de las mesas de votación, pero muchos de ellos era la primera vez que participaban en luchas de esa clase y fueron fácilmente neutralizados, cuando no amenazados y sacados de las casillas. En cambio los traileros, que fueron acreditados como representantes municipales del partido, adoptaron una actitud combativa más eficaz y empezaron a levantar actas de reclamo, conforme la ley especificaba, en las casillas violentadas, que eran la mayoría. Su instinto de lucha les indicó que ese recurso legal serviría de poco. Enojados por tanta irregularidad cinco de ellos detuvieron a un vehículo donde funcionaros electorales estatales transportaban una urna todavía cerrada y sin contar, bajaron con violencia a los que la trasportaban y recuperaron la caja de los votos. Cuando tres patrullas de la policía arribaron a “poner orden” los hábiles choferes ya se habían perdido en las calles de la cabecera municipal. Me llevaron la urna y me dijeron: “Profe, al rato va a venir la policía y nos va a quitar esta chingadera ¿Qué hacemos con ella”. Entre todos decidimos rápidamente. Nos llevamos la urna sin abrirla a una comunidad de ejidatarios y comuneros del partido, en un municipio vecino, como a dos horas de camino, donde nos aseguraron que la esconderían y cuidarían que nadie la violara.
– Espera, espera –interrumpimos a coro al Profe– dijiste que nos ibas a contar una derrota y recuperar una urna e impedir que se altere su resultado es un triunfo.
–Buenos, sí –revira el Profe– tal vez recuperar una urna sea un triunfo, pero ¿de qué sirve si las casillas en el municipio eran 27? Y había más, robar urnas era y es un delito electoral. Teníamos toda una semana para encontrar cómo sacar provecho de lo realizado, pero hoy ya nos alargamos. Dejemos pasar una semana y dentro de ocho días les cuento qué fue lo que pasó después.

jueves, 15 de julio de 2010

Jacinto Arriaga habla con Manuel, hermano de Felipe Gómez (1931 + - )

Jacinto Arriaga y Manuel Gómez están sentados en el suelo, a la sombra de un árbol frondoso, que fue plantado hace mucho a la vera de un camino real. Doscientos metros más adelante están las ruinas de lo que fue la “casa grande” de la hacienda “La Maroma”.
– Nos hace falta tu hermano Felipe. Con él ya hubiéramos organizado algo para saltarnos a los acaparadores. Nos pagarían más por el ixtle y no tendríamos que estar esperando a que tipos como Eusebio nos hagan esperar lo que se les da la gana pa’comprarnos la fibra.
– Si otra vez nos sale el tal Eusebio que la fibra esta húmeda, que mal tallada, que bajó el precio yo no se la voy a vender. Mejor la guardo. Al fin y al cabo no se echa a perder.
– Y qué ¿el dinero no te hace falta?
– Felipe mi hermano tenía razón. Ahora que tenemos el ejido podemos sembrar lo que se nos da la gana. Este año me fue bien, tengo maiz y frijol suficientes. De hambre no nos vamos a morir. Mientras la Chole y los chilpayates estén sanos no vamos a necesitar mucho dinero. Si viene el maistro d’escuela, pa’lápices y cuadernos tengo suficiente ahorrado. Puedo aguantar sin venderle esta semana a ese cabrón de Eusebio. Si me veo muy apretado vendo un chivo y hasta creo que alcanzo a vender un poco de maiz y frijol y todavía me sobrará pa’la siembra que viene.
–¡Ah qué Manuel! Qué bueno que estás bien organizado. Por algo eres el presidente del comisariado. Pero con no venderle al Eusebio no ganas nada. Si todos nos negáramos a venderle tal vez lo obligaríamos a pagar mejor. Acuérdate que tuvimos que jalar todos parejo para quitarle las tierras al viejo Alcántara. Y luego nos costó harto trabajo que el tal Portes Gil nos reconociera legalmente el ejido.
– Pero es que todos queríamos las tierras.
– ¿Y qué? Las queríamos desde antes que tomáramos las armas y no le podíamos hacer nada al cabrón de Alcántara. Se tuvo que morir Felipe, tu hermano. Y los que anduvimos con Pancho Villa aprendimos que si no estamos bien organizados, si no sabemos ponernos de acuerdo, si no jalamos parejo, pues, no conseguimos nada. El diez y siete, cuando nos apropiamos de las tierras de La Maroma fue porque jalamos parejo, nadie se rajó.
– ¡Eeeeh! Si tú no nos organizar y nos diriges no hubiéramos logrado nada.
– Ya cállate. Fue tu hermano Felipe el que nos dirigió esa noche.
– ¿Y también fue Felipe el que te salvó cuando perdieron la batalla de Celaya?
– Ahí viene Eusebio. Prepara tu ixtle y no estés diciendo pendejadas.
Los dos hombres de treinta y tantos años se levantaron y fueron a formarse en la fila que sus compañeros ejidatarios hicieron frente a la mesa donde un hombre maduro, bigotón y muy gordo, el tal Eusebio, empezaba a comprar la fibra del ixtle de lechuguilla.
– Te vuelvo a insistir, Manuel – dijo por lo bajo Jacinto – deberíamos juntar la fibra de todos y vendérsela a Eusebio junta. Hasta para quitar estas colas sería bueno. Hay que insistir en la próxima asamblea.

jueves, 8 de julio de 2010

Batallas perdidas III

Eran los tiempos en que se empezaba a construir un nuevo partido en Nuevo León. Ya les conté cuando éramos seis muchachos inexpertos viviendo en una casa taller donde unas mujeres organizadas en cooperativa producían discos para pulir metales a partir de recortes de telas de algodón. Por cierto la casa la rentaba la esposa de un trailero, el menos joven del equipo de seis constructores del nuevo partido. Encabezaba el grupo un tamaulipeco con experiencia en luchas estudiantiles y un poco más de un año de lucha construyendo el partido en otros estados de la república: Pablo Vilchis es su nombre. Cierto día Pablo me dijo:
– Profe, vinieron dos campesinos desde el municipio de Cerralvo. Alguien de la colonia Veteranos de la Revolución les contó de nosotros. Dicen que forman parte de un grupo grande que quieren tierras ejidales. No saben por dónde empezar. Nos invitan a una reunión dentro de cinco días, el próximo sábado. Nos esperan a las diez de la mañana en el kiosco de la plaza principal de la cabecera municipal. Vas a ir tú a atenderlos.
Yo no sabía nada de movimientos ni de luchas campesinas. “No importa” me dijo Pablo, “aquí tienes una Ley de la Reforma Agraria; con esta arma puedes hacer cualquier cosa” y durante un poco más de media hora me habló, libro en mano, de los artículos que abrían la posibilidad de luchar por la tierra, contra el latifundio y por la propiedad colectiva de los medios de producción en el campo. “Hay que saber buscar lo que favorece a la lucha y a la organización” terminó diciendo y me dejó estudiando la ley, actualmente abrogada, que llegué a conocer y manejar bastante bien.
El sábado convenido fui al encuentro del grupo. Nos reunimos en una casa de las afueras de Cerralvo ese sábado y otros tres más. El grupo era muy inestable, venían unos, se iban, venían otros y también se iban. Decidimos que las siguientes reuniones las haríamos en Monterrey, donde vivían varios de los asistentes a dos o tres de las reuniones. El grupo nunca se consolidó, pero uno de los asistentes más asiduo se llamaba Casimiro Herrero; alguien nos contó de él el jueves pasado primero de julio.
Ya sabemos que, aparte del sueño de ser ejidatario, Casimiro había heredado unas cuantas hectáreas próximas a Monterrey, pero bastante lejanas de la ciudad; podían considerarse rurales. En esos terrenos sí se consolidaron las reuniones semanales con campesinos semiurbanos que estudiaron la Ley de la Reforma Agraria entonces vigente, la usaron convenientemente y dieron una lucha larga y tenaz que terminó en derrotas, no absolutas pero sí dolorosas. Nostalgias vendrán con recuerdos aparejados y otros conocedores de luchas agrarias como Felipe Gómez, Jacinto Arriaga o Tomás Cruz, que observaron sin participar tales combates, aparecerán en nuestros sueños que apuntan tercamente hacia el futuro.

jueves, 1 de julio de 2010

Batallas perdidas II

Hay unas pocas casas, no más de veinte, construidas al lado sur de una carretera poco transitada en aquel año 1976. La vía es el libramiento que une la autopista Monterrey-Saltillo con la salida de Monterrey a Laredo y corre de este a oeste en términos generales. Las viviendas son grises y chatas, aunque están construidas en un desplante que pretende ser urbano, con sus cortas y polvosas calles formando una retícula cuadriculada. El grupo de casas no es un poblado rural pero tampoco colonia de ciudad alguna. Sus habitantes son casi todos campesinos que la gran urbe de Monterrey amenaza con engullir. La cercanía del libramiento permite comunicación con la ciudad cercana, pero a partid del borde norte de la carretera todavía no hay ni una sola casa en muchos kilómetros de extensión. Cientos de hectáreas están resguardadas por tres hilos de alambre de púas. Dos o tres kilómetros más al norte, paralelo al libramiento, pasa un río, con un vado conocido como Paso Cucharas cuyas riveras tienen altos y frondosos árboles. Salvo ese manchón siempre verde, el gran llano reseco que se extiende frente al grupo de casas que se debate entre poblado rural y colonia marginal urbana, tiene uno que otro huizache desparramado en un pastizal reseco. Los pobladores saben que esos terrenos nunca han sido cultivados ni utilizados para el pastoreo de ganado, ni mayor ni menor. A seis o siete kilómetros por la carretera se encuentra un camino de terracería que conduce a otro grupo de casas, solamente cuatro, diseminadas en otras tantas pequeñas propiedades rurales, no mayores de tres o cuatro hectáreas cada una. Los campesinos dueños de esos predios sienten que están muy lejos de la ciudad; sobreviven con pequeñas cosechas de maíz para el autoconsumo y el pastoreo de pequeños ganados de chivos y borregos en tierras que suponen erróneamente sin propietario. Las cuatro familias ahí asentadas sueñan desde hace mucho en convertir en ejido las tierras en que han pastoreado desde que tienen memoria, pero como sus casas no llegan a constituir un poblado ni ellos completan en número de campesinos necesarios para solicitar ejido, piensan que su sueño es sólo eso.
Los habitantes del primer grupo de casas del que hablamos arriba son en cambio campesinos que están dejando de serlo. Uno de ellos, de nombre Casimiro Herrero, recibió en herencia dos hectáreas y media al sur del libramiento y colindando con él hace apenas cinco años. El terreno, ligeramente más elevado que las tierras circundantes, es árido y rocoso; aunque llueva no hay cosecha que se de en ese pedregal y vivir sólo en medio de la nada es una idea que no le atrae a Casimiro, que además sobrevive de subempleo marginal urbano desde hace tiempo. De joven vivió como peón agrícola en el vecino municipio de Villa de García pero la necesidad lo llevó a buscar trabajo en la gran metrópoli. En Monterrey ha laborado en muchas cosas, desde barrendero municipal hasta peón en la construcción y ayudante de carpintero, pero su fantasía es vivir del campo, produciendo maíz y pastoreando un buen rebaño de ganado menor. Como las dos hectáreas y media heredadas ni siquiera lo acercan a su sueño, Casimiro ha decidido invitar a muchos de sus conocidos a vivir en esas hectáreas sin pagar renta ni ser invasores de predios urbanos –paracaidistas les llaman en Monterrey–. Así nace el grupo de casas al borde de la carreterra. Muchos de los que han aceptado la invitación de Casimiro son como él campesinos que han venido a probar suerte a la gran urbe. Son “subempleados suburbanos” como miles de los migrantes que diariamente están llegando a Monterrey atraídos por el espejismo de la gran metrópoli, pero cuando en la tarde y después de un penoso peregrinar para llegar a su casa se toman un descanso, contemplan con nostalgia los terrenos del otro lado de la carretera y se piensan viviendo de trabajos agrícolas o pecuarios. La realidad convierte su sueño en pesadilla cuando al día siguiente tienen que salir antes del amanecer de su casa, caminar tres kilómetros para bordar un pésimo trasporte urbano que los conduce a un trabajo nunca seguro y siempre mal pagado que jamás habían desempeñado antes y que no les brinda ninguna satisfacción.
Entre estos pobres y marginados mexicanos renació la esperanza cuando Casimiro se topó casualmente con un grupo de jóvenes que pretendían sembrar un nuevo partido político en el estado de Nuevo León e invitó a sus amigos a escuchar a uno de ellos. Cómo fue eso posible, lo platicaremos la semana venidera.