jueves, 25 de marzo de 2010

La Esperanza IV, Coahuila (agosto de 1975)

– ¿Qué chingados es eso de índice de agostadero? – limpia la vieja escopeta de dos cañones Israel y la cierra con un chasquido –La verdad es que no entiendo ni madres.
–Ya ves cabrón– Ventura sirve el café que acaba de sacar de la fogata que arde frente una de las tres casas levantadas no hace ni dos meses– por andar cazando osos te perdiste la explicación que nos dio Hilario. Hasta el pendejo del técnico de Banrural se hizo bolas ese día. Si no es por nuestro comisariado todos nos quedamos sin entender nada.

Son siete campesinos los que están junto a la fogata en ese amanecer de fines de agosto. Ya llegaron al nuevo centro de población quince de los veinte titulares de los derechos ejidales. Todavía no traen a sus familias pues apenas han construido tres casas, pero el pueblo “La Esperanza” ya es una semilla que crece sana y rápido.

– El día que cacé al oso no fue cuando Hilario explicó lo del índice de agostadero– deja la escopeta Israel y toma una taza para que le sirvan café– no oí la explicación porque ese día me tocó traer el agua.
– Pero que susto te dio el oso,– sopla sobre la taza de café hirviente Hilario y toma un pequeño trago– si te alcanza te mata el condenado.
– Fue un pinche tiro de suerte– abre una de las latas de sardinas José Guadalupe y las mezcla con las otras a las que ya añadió la cebolla y los chiles en vinagre previamente picados– nunca pensaste que le habías dado. Si hubieras estado seguro no corres cuando se te viene encima.
–Claro que sabía que estaba muerto,– toma sardinas de la cazuela Israel y las pone sobre unas galletas saladas– lo que pasa es que pensé que podía aplastarme. Venía rodando pendiente abajo muy aprisa.

Todos ríen alegremente. La discusión sobre si Israel sabía que el oso rodaba moribundo ladera abajo o si pensó que enojado lo perseguía, todavía persiste y se cuenta de vez en cuando como anécdota jocosa de aquellos días de grandes sacrificios y trabajos, pero felices. El mes de septiembre, apenas quince días después, empezaron a llegar las quinientas cabezas de ganado hereford. Ninguno de los veinte nuevos ejidatarios imaginaba ese día de agosto que la policía ganadera de la región empezaría a hostigarlos en cuanto el ganado estuviera en sus terrenos. Menos aún sospechaban que prácticamente les arrebatarían el ejido y algunos de ellos se convertirían en peones en sus propias tierras.

– Hilario, diles que ya dejen de joder y vuelve a explicar lo del índice de agostadero– se sienta Israel en un banquito de tres patas y empieza a comerse las sardinas con las galletas saladas.
Hilario esboza su media sonrisa, toma un pan bastante duro, lo parte por medio y prepara una torta de sardinas. Se hace el sordo a la petición de Israel.
– Lo del índice de agostadero es un engaño– apura su café Salomé mientras extraña las tortillas que su mujer echa allá en Castaños– quesque en estos terrenos clasificados como semidesérticos se necesitan cuarenta hectáreas para sostener una cabeza de ganado. Puro cuento para que un cabrón ricacho puede tener hasta veinte mil hectáreas sin que se le llame latifundio.
–Pero a nosotros nos favoreció– rebaña Gabriel la cazuela de sardinas con un trozo de pan– gracias a ese índice nos dotaron de estas veinte mil hectáreas y nos dieron crédito para quinientas cabezas.
– La Reforma Agraria nomás se hace pendeja– cierra la conversación Hilario– ya ven lo que dicen los Sorianos del gringo que tiene algo así como noventa mil hectáreas de este lado del río y eso que la constitución prohíbe propiedades extranjeras en la franja de cincuenta kilómetros a partir de la frontera. Pero vayan terminado de comer. Es tiempo de darle a la chamba.

jueves, 18 de marzo de 2010

El escritor que se piensa intelectual

Quiero traer a la memoria el 24 de junio de 1914, día en que conocí a Jacinto Arriaga. Se le veía muy triste. Cuando le hablé su tristeza se convirtió en agresividad contenida. Lo seguí aunque se notaba que mi presencia le molestaba. Se unió a su destacamento, pelotón o como se llamara el grupo de muchachos que hasta un día antes dirigió Felipe Gómez. Comían en silencio.
– Y ¿éste quién es? – preguntó con hosquedad un joven de no más de veinte años
– Dice que se llama Tomás Cruz. Que escribe– respondió Jacinto.
Entonces me hicieron señas para que tomara algo del rancho que ese día se repartía temprano. No hablaban. Un día antes habían alcanzado una gran victoria. Esa mañana estaban sombríos. Sin entender lo que pasaba pero intrigado por la contradicción, me quedé con el grupo.
Una hora después ya sabía muchas cosas. Esos jóvenes pertenecían a la brigada de Maclovio Herrera. La noche anterior habían enterrado a su jefe: Felipe Gómez. Eran muy jóvenes pero ese día estaban muy serios. La tristeza de Jacinto los contagiaba a todos. Me contaron que el Chinto Arriaga y Felipe eran amigos desde su infancia. Habían aprendido a cazar persiguiendo primero lagartijas, luego conejos y más tarde otras presas. Empezaron a montar burros que no sabían de jinete y luego de noche, sin permiso, atrapaban y montaban a pelo potros simisalvajes. Juntos se robaron unos caballos para unirse a la revuelta y tuvieron que matar a machetazos para hacerse de unas buenas armas. Un día antes había muerto Felipe. Ahora los jóvenes querían que los capitaneara Jacinto. Decidí que con ellos, unos pocos años más jóvenes que yo, andaría seguro y hasta podría hacer amigos. Me pareció que Jacinto iba a crecer, a progresar en la milicia, tal vez llegara a ser algo importante y a su sombra y con mi ayuda a los dos nos iría bien. A Jacinto le brotaba ese día el coraje por todos lados, aunque no hablara. Quería acabar con todos los pelones y deseaba empezar ya. Luego aprendí que sabía dominar la impaciencia y que no sólo odiaba a los pelones, si no sobre todo a los latifundistas. Con pelones o sin pelones había que repartir toda la tierra. Que no quedara nada para los antiguos dueños, ladrones, asesinos y seguidores de Huerta “¡Les cobraremos muy cara la muerte de Felipe!” decía siempre.
Así empezaron mis difíciles relaciones con Jacinto. A veces casi amigos. A ratos peleando. Pero nunca dejé de buscarlo y enterarme de lo que hacía. Por él conocí a Felipe con el que todavía me peleo, aunque somos amigos. Un día ya no pude hablar más con Jacinto, hasta hace poco que me convertí en uno de ellos.

jueves, 11 de marzo de 2010

Repartiendo volantes en planta 2 de Altos Hornos de México, (finales de 1978 o principio de 1979).

Sabemos que recuerdas bien aquel día en que, inocentemente, intentaste repartir volantes dentro de los terrenos de la planta 2. Ya tenías experiencia en repartirlos a la entrada de la planta uno y sabías que ahí en Monclova, aunque el Sindicato Nacional Minero desde hace mucho era completamente charro y entreguista, la sección 147 estaba en manos de un grupo democrático, progresista, con un discurso saturado de terminología marxista y totalmente en contra de Napoleón. Pensabas que por eso era fácil repartir volantes en planta uno.
Pero también sabías que la sección 288, de la planta 2, estaba dirigida por gente de Napoleón Gómez Sada y, recordando la represión en fábricas regiomontanas, única experiencia que por aquellos tiempo tenías de lucha obrera, cuando los vigilantes de la planta 2 te sorprendieron tuviste la certeza, en un primer momento, que serías al menos expulsado ignominiosamente o más bien con brutalidad y golpes, si no es que serías secuestrado por algún tiempo.
Pero no pasó nada de eso y sabemos que aquel recuerdo lo tienes fuertemente grabado. No entendías el por qué de esa actitud tan tolerante. Aunque los jóvenes obreros de planta 2 se fueran a reír de ti esperabas con ansia que te explicaran la situación.
Como a las cinco de la tarde llegaron los dos primeros muchachos de la 288, preguntando qué había pasado con los volantes. No habían visto ni uno.
–Ya les contaré cuando lleguen los que faltan– contestaste con un punto de hosquedad.
Minutos después uno de ellos dijo
–Aquí están los dos mil volantes– pero no añadió más al notar un extraño frío en tu mirada.
Como siempre, empezaron a chacotear y las risas y bromas aumentaron conforme llegaban otros obreros, tanto de la planta 2 como de los antiguos verdes.
Hasta que de pronto, Reynaldo González, uno de aquellos primeros seis verdes que aceptaron tu partido, casi gritó para que todos lo oyeran, con un tono un tanto burlón.
–Profe, ya no te hagas buey, dicen los muchachos que por qué no repartiste los volantes.
Les contaste lo que nosotros ya sabemos y nadie se rió de ti. Mientras narrabas lo sucedido intercambiaron miradas de entendimiento y al final uno de ellos dijo, haciéndose eco de todos, que no había problema, que se les pasó avisarte que los camiones entraba a la planta. Casi lo dijo en tono de disculpa. Rápidamente se pusieron de acuerdo. En adelante ellos mismos repartirían los volantes como lo hacían antes de conocerte: entrarían con unos pocos cada quien y los dejarían donde el resto de obreros pudieran tomarlos sin implicar a nadie es su reparto, ya fuera en los asientos de los camiones o junto a los garrafones de agua o en los retretes o ya vería ellos.
–Pero por qué a mí no me hicieron nada los de seguridad.
–Hay Profe, pues porque no eres obrero y entonces qué te hacían. Tú sabes que por contrato colectivo si nos agarran a nosotros repartiendo volantes dentro de la planta nos corren con justificación. Ni las manitas podremos meter. Fuera de la planta ni los charros de Napoleón nos hacen nada. Pero si nos agarran repartiendo adentro estamos jodidos sin remedio. Ya lo hemos hecho muchas veces y no ha pasado nada. Todo mundo se hace pendejo y nadie ve nunca quién los dejó abandonados por ahí.
–Y nadie ve tampoco quién se llevó uno o dos volantes.
Y solamente de esa situación sí se rieron alegremente. Abundaron en anécdotas jocosas. Te dejaron a ti la investigación de por qué en Monclova no había la represión existente en otras zonas obreras del país. Para ellos que no reprimieran a quien no era obrero era lo más natural.

jueves, 4 de marzo de 2010

Dejemos que escriba "el Profe", II

Aunque nadie podía probar que Ricardo Esquivel era quien bajaba el ritmo de las bandas de empaque, los capataces informaron a sus superiores que además alentaba las protestas de las muchachas que empacaban. La administración empezó a perseguir a Ricardo. Como avisos y malas caras de supervisores no funcionaron procedieron a cansarlo asignándole los trabajos más disímiles y hasta absurdos. Ricardo continuó alentando resistencia aunque ya no estaba en contacto con las mujeres y sólo las encontraba en ciertos descansos o a la salida del trabajo. Continuaron hostigándolo. Lo mandaron a trabajos peligrosos. Esquivel no cejó.
Como trabajaba en solitario los administradores decidieron comprarlo, igual que a los líderes charros. Le ofrecieron vacaciones pagadas en el lugar de su preferencia, Acapulco incluido. Ante su negativa, le pusieron enfrente un cheque sin cantidad para que él la anotara. Joven, impulsivo y sin experiencia, como lo reconoció cuando nos contó esta historia, Ricardo se enojó y renunció al trabajo, pero no a la lucha obrera que siguió alentando desde afuera. Soltero y sin gastos se dedicó a organizar a las chicas de empaquetado fuera del trabajo hasta el punto que lograron iniciar una huelga de hecho. Fue entonces cuando los patrones sacaron las uñas y utilizaron al propio sindicato y a los golpeadores del mismo para romper la huelga con violencia sin importar que fueran mujeres las que estaban en paro. Los esquiroles localizaron a Ricardo, le dieron una golpiza y lo amenazaron con peores represalias si tan sólo sabían que seguía en contacto con las obreras. Represalias no sólo contra él, si no sobre todo contra ellas. Desanimado abandonó la lucha hasta la tarde aquella en que nos encontró y retomó no ya la organización obrera pero sí la popular y campesina.
Pasando el tiempo muchas veces lo invité a retomar el trabajo de organización obrera. Nunca quiso. Argumentaba que la CTM, o el sindicato oficialista correspondiente, tenía el control absoluto de cualquier movimiento sindical y cualquier lucha sería brutalmente reprimida. Para el caso de Monterrey su argumento era totalmente cierto y para los tiempos que corren en este siglo XXI y con los gobiernos que padecemos también.
Pero la revolución de 1910, uno de cuyos antecedentes lo encontramos en el sindicalismo de los hermanos Flores Magón, aunque a la postre originó un sindicalismo oficialista como el descrito, también abrió caminos diferentes.