Me niego a desayunar. Con Lorenzo no necesito cortesías citadinas, entiende que es necesario que hable con todo el grupo. Mientras camino los quinientos metros que me separan del lugar de reunión, viene a mi mente el recuerdo de aquel día, uno después del enfrentamiento. Mi angustia de toda aquella noche, antes de llegar a Huejutla, sin saben nada más allá de lo que me dijo el secretario general del partido por teléfono. La búsqueda de compañeros que me informaran de lo sucedido a las seis de la mañana. No fue difícil encontrarlos, de Mecatlán, los que no estaban en la cárcel, también me andaban buscando. Recuerdo el alivio que sentí cuando me explicaron que la agresión, sin duda, no la habíamos iniciado nosotros. Me cuidé de no externar ningún comentario cuando, airados, me aseguraban que Nemecio, el dirigente regional de la CNC, había roto acuerdos y obligado a sus seguidores a preparar un ataque sorpresivo. Si los informes eran ciertos ahí deberíamos enfocar nuestros ataques. El que nosotros sólo tuviéramos un muerto y un poco menos de heridos no me alegró. Las cuatro versiones que recogí por separado coincidían en lo esencial. No quise averiguar detalles y hasta la fecha desconozco muchos; si los informes recibidos eran verídicos tenía una oportunidad en esa ruleta rusa que me preparaba la vida. De pronto empiezo a recordar cómo llegaron, corriendo, agitados y temblorosos, tres campesinos diciendo que frente a las oficinas de la procuraduría en Huejutla había un mitin de militantes de mi partido, y que campesinos de la CNC bajaban con ese rumbo por varias carreteras para atacarlos, enardecidos por su derrota en Mecatlán. Viene a mi recuerdo, incluso físico, aquella mañana tranquila en apariencia, a eso de las ocho, y cómo, al pensar en las consecuencias de un enfrentamiento, se encogieron mis venas y corazón, y cómo la piel, en mis lugares más sensibles, se achicó, haciendo que me subiera un dolor hasta la boca del estómago, para instalarse ahí como una esfera de plomo caliente y denso. La memoria empuja mi cuerpo a repetir el estrechamiento de venas, corazón y piel, pero cuando la sensación apenas empieza, se desvanece cuando llego con Lorenzo al lugar de reunión. No necesito hablar mucho con la gente que me conoce. Ya están casi todos reunidos en las bancas del su lado izquierdo, en un galerón abierto, con techo de dos aguas, que sirve tanto de salón de asambleas como sobre todo de abrigo para el tiangis semanal. Enfrente, del lado derecho, están los de la CNC. Casi como algo físico siento en el aire el odio y el rencor de un lado y otro, las miradas, los murmullos, pero no percibo ningún movimiento de amenaza. Todo lo que se ha platicado en estos tres meses ha calmado los ánimos.
– Te acepto el taco – le digo a Lorenzo – tenemos un poco más de media hora. Mientras la esposa de Lorenzo muele el nixtamal, su mamá echa las tortillas; con ellas, el plato de frijoles me recuerda a una madre, un hogar, seguridad, en suma. A lo lejos escucho un rumor que se aproxima. Es el helicóptero de gobierno. Agradezco el desayuno y nos vamos al lugar de reunión.