jueves, 28 de abril de 2011

Jacinto Arriaga y Tomás Cruz en Chihuahua (Febrero de 1916)

Es un anochecer frío y apacible. Jacinto Arriaga camina despacio y abstraído por la angosta e irregular banqueta de una calle empedrada. Desde hace días en su interior una rabia reprimida necesita encontrar una salida. A partir de la noche en que abandonó la División del Norte, aunque exteriormente es el mismo, internamente crece su enojo, una rabia que nunca había sentido tan fuerte. Cuando sin decir nada sale del tejabán donde ha pasado las últimas noches, dejando sorprendidos a Isidro y a Chema por su inesperada partida, recuerda vívidamente el atardecer en el que encontró a Felipe Gómez fallecido y él gritó que no descasaría hasta que todos los pelones estuvieran muertos. La ira aumenta al recordar a Tomás Cruz, ese intelectualillo con el que ajustará cuentas esta misma noche. La deslealtad de algunos que estuvieron con Villa lo encorajina más y lo que considera una traición de alguien que hace menos de un año se decía su amigo le tensa músculos, nervios, todo su ser.
Jacinto intenta controlarse. No quiere que sus emociones lo dominen como le pasó a Felipe en Zacatecas. Por eso dejó la pistola en el tejabán del corral semi abandonado que alguien les prestó en una orilla de la ciudad de Chihuahua a los tres viajeros. Va concentrado en aparentar tranquilidad. Absorto en tal esfuerzo no se da cuenta que Isidro y Chema lo siguen intrigados y menos que ellos sí traen sus armas escondidas bajo sus gabanes.
Cuando Chinto se acerca a la cantina en cuya proximidad ha merodeado desde ayer, tiene que detenerse en el quicio de una casa habitación para recuperar el ritmo de su respiración y de su pulso. Inspira profundamente, expira con lentitud y avanza lo más sereno que puede. Entra a la cantina con apariencia de absoluta tranquilidad, aunque por dentro su rabia se asemeja a alguno de los caballos en que acometió varias veces las barricadas en las inmediaciones de Celaya no hace mucho.
Tomás Cruz está sentado de frente a la puerta de acceso, casi al fondo del local, en una pequeña mesa cuadrada que comparte con tres soldados uniformados. Reconoce a Chinto en cuanto éste traspone el umbral, se levanta sonriente y sin decir nada a sus acompañantes rodea la mesa y avanza hacia Jacinto. Se nota que le ha ido bien en lo económico: trae un sombrero Stetson, una canana repleta de balas, pistola al cinto, su ropa es limpia y atildada. Reluce su nueva condición de jactancioso y fanfarrón.
La sonrisa de Tomás se hiela ante el gesto adusto de Jacinto y un algo que desborda en su mirada. Pero Cruz, el periodista que se siente intelectual, no se detiene y levanta los brazos en el inicio de un efusivo saludo con abrazo mexicano. La mano abierta de Chinto, puesta con brusquedad en el pecho del escribiente lo detiene en seco; el rostro de Tomás se convierte en un gesto de sorpresa o de enorme incredulidad.
- Traidor, hijo de tu chingada madre - dice muy por lo bajo Chinto, con voz cortante pero tan baja que solamente lo oye el periodista- Mi dijiste que no te ibas a pasar con los carrancistas y ya está con ellos.
- ¡Espera, Chinto! - levanta las manos en lo que parece el inicio de una caricia al rostro el sorprendido Tomás.
La presión interna rompe los diques construidos tan cuidadosamente por Jacinto. Con su izquierda aparta una mano de Tomás y con la derecha toma la pistola del periodista y la amartilla retrocediendo dos pasos. En el barullo que levanta su acción Arriaga no repara en los tres soldados que se ponen de pie y aunque están desconcertados y no ven bien lo que pasa pues Tomás los tapa con su espalda, buscan sus armas instintivamente.
- ¡Quietos, muchachitos! - se oye que alguien dice claramente en voz muy alta.
- Más vale que se queden como están, o empieza la balacera.
Las voces son de Isidro y de Chema que apuntan ambos con sus 30-30 a los tres sorprendidos carrancista.
La pistola amartillada tiembla en la mano de Jacinto. El dedo en el gatillo empieza a presionarlo. Chema se acerca y detiene el percutor de la pistola que empuña su compañero.
- Vámonos antes de que empiece la balacera.
Con los ojos rojos y las manos temblorosas Jacinto suelta el gatillo, baja el percutor, abre el tambor de la pistola y tira las balas al suelo. Deja el arma en la mesa que le queda más cerca y retrocede guiado por Chema que no deja de apuntar con su carabina. Jacinto es una hoja de árbol sacudida por una fuerte brisa. Todo él tiembla pero no pierde la compostura. La batalla por recuperar el autodomino la va ganando rápidamente.
Tomás, pálido como un muerto da media vuelta.
- Tranquilos, Tranquilos - les dice a los soldados que lo acompañan y se desploma en una silla.
Sus tres acompañantes no saben qué hacer ante los dos cañones de 30-30 que los apuntan y la tranquilidad que les pide el periodista.
Chema toma del brazo a Jacinto, sale a la calle apretando el codo de su compañero y empujándolo se van los dos corriendo por la banqueta. Tras ellos sale también Isidro soltando una risita entrecortada.
- Vámonos a la chingada -dice Isidro - Esos soldados van a llamar a otros y nos van a andar buscando para darnos chicharrón.
Por calles ya oscuras se dirigen al tejabán donde durmieron ayer, ensillas sus caballos en silencio, cargan sus escasas pertenencias y parten al paso por el camino que enfila rumbo al este, hacia Torreón.
Ninguno de los tres ha dicho nada después de la última reflexión de Isidro.

jueves, 21 de abril de 2011

Tomás Cruz en un hospital del IMSS del estado de Tabasco (1964)

– Don Tomás, tómese toda la sopa. Si no no se va a reponer. Necesita sanar para que se vaya a su casa. Tiene que ponerse fuerte, ya ve que no tiene a nadie aquí, en Villahermosa. Nadie viene a visitarlo.
– Eso es lo que usted cree, Teresita. En sueños me viene a visitar todo un tropel de gente. Hasta cuando estoy despierto vienen mis amigos de hace mucho a remover mis recuerdo. Usted no los ve, Teresita, pero están aquí. Y ya ve, me han dado fuerza para que me vaya recuperando a mis setenta y cinco años, porque todavía hay muchas cosas que hacer.
– A ver, don Tomás, cuénteme algo de sus amigos, los que lo visitan. Nomás no vaya a repetirme lo que me contó ayer.
– Hoy te voy a contar de un tal Jacinto Arriaga, que todo el mudo lo conocía simplemente como “Chinto”. Lo conocí un día después de la toma de Zacatecas, en verano de 1914. Lo encontré esa mañana sentado a la sombra de un pirul que se estaba muriendo. Todo manchado de pólvora, la cara ennegrecida y triste, muy triste. La tarde anterior mataron a su mejor amigo y su jefe militar. Pero también estaba muy enojado; me mandó al diablo pero yo lo seguí y descubrí que sus compañeros lo querían nombrar su jefe. Pensé que iba a hacer carrera militar y política y que a su sombra me iría muy bien. Luego vi que lo que le interesaba era formar ejidos, muchos ejidos; acabar con los latifundios en México. Eso a mi no me interesaba y por eso nos peleamos durante mucho tiempo. Un año y medio después de que lo conocí Chito me andaba matando en una cantina de Chihuahua. Si no es por tres soldados carrancistas que me acompañaban ese día yo creo que sí me mata. Con el tiempo entendí a Chinto y ahora que he estado accidentado aquí, con usted, es el que más me ha visitado. Me enseñó muchas cosas durante mi vida y ahora me las ha recordado. Tengo que sanar para escribir todo lo que me enseñó.
– Y ¿qué tanto le ha enseñado, don Tomás?
– Todo lo que ahora sé sobre los ejidos se lo debo a Jacinto …
– Mi papá es ejidatario en Macuspana, como soy su única hija dice que a mi me va a heredar el título. Nada más que en el ejido no quieren a las mujeres como ejidatarias.
– Le voy a tener que hablar mucho de Jacinto y de todo lo que hizo para los ejidos.
La llegada de una segunda enfermera interrumpió la conversación. La recién llegada regañó a Teresa: “No te quedes platicando con los pacientes”, dijo cortante.
Cuando se fueron las dos enfermeras Jacinto se hizo presente. Con él venía Felipe Gómez, Manuel el hermano de Felipe y Chema. Tomás sonrió: tendrían mucho que hablar sobre los ejidos.

jueves, 14 de abril de 2011

Monterrey, Nuevo León, lo que pasó después de la invasión de Paso Cucharas, II (En 1978 o 1979)

– ¡Hey, Ricardo! los de Cucharas dicen que van a ahorcar al dueño del burro. Que lo cuelgan hoy en la tarde.
Agitado y preocupado de verdad, así nos asegura que estaba cada vez que nos lo cuenta, Ezequiel Navarro le avisó a Ricardo Esquivel lo que estaban tramando quienes habían invadido Paso Cucharas.
– ¿De qué me hablas, Ezequiel? ¿Quién va a colgar a quién y por qué?
– Es cierto – afirmó Ezequiel – Cuando Pablo, Juan y Marcos les contaron a los demás que habían descubierto al traidor y les dijeron quién había sido, la raza se alborotó y dijeron que lo iban a colgar. Pablo, Juan y Marcos quisieron calmarlos, pero no han podido. Quiere ahorcar al dueño del burro. Dicen que lo cuelgan aunque tu no quieras. Que por eso mejor ni te avisan.
– ¡Ándale! Son puros argüenderos ¡Qué van a andar colgando a nadie!
– No, sí, en serio, yo sí los creo capaces. Más vale que vayamos a detenerlos.
– ¿Y tú, hablador, cómo sabes que lo quieren matar? A poco Juan o Marcos o Pablo te lo contaron . O ¿quién fue? y ¿qué dice Jesús? A mi se me hace que no más te andan tanteando.
– Eso es lo que más me preocupa. No he encontrado a Jesús por ningún lado. Él, como presidente del comité particular yo creo que sí los detendría. Es el que mejor piensa las cosas. Pero me dijo Rafa que a Jesús se lo trajeron con no sé que pretexto a Monterrey, para que no fuera a impedirles ahorcar al traidor. Te aseguro que ni Juan ni Marcos me contarían nada, menos Pablo. Ellos saben muy bien que si me cuentan yo vengo por ti. Fue Rafa el que me dijo y yo creo que me lo dijo para que te avisara, Rafa si anda medio asustado. Me dijo que no le gusta ser chismoso pero ...
– 'ta güeno. Vamos. Total yo llevo cinco días sin verlos.
***
Fue más o menos así como Ricardo Esquivel se enteró poco antes de los hechos, que sus compañeros de partido que habían invadido Paso Cucharas querían cobrarle su traición al "dueño del burro". El resto de los sucedido ese día nos la ha contado muchas veces Ricardo, con más o menos detalles. De su relato recordamos lo siguiente:
"Cuando llegamos a casa de Casimiro Herrero nos llamó la atención que no había casi nadie en la colonia y los que estaban – casi puras mujeres y muy pocas – se andaban escondido para no decirnos nada. Entonces me di cuenta que la cosa sí era seria. De repente sí mataban al pobre Antonio (el "dueño del burro") y entonces nos íbamos a meter en un lío y perderíamos todo lo ya habíamos negociado. Ezequiel y yo nos fuimos casi corriendo rumbo a Paso Cucharas, al mero paso del río, que era donde había más árboles. Le atinamos. Cuando ya estábamos cerca oímos el griterío. Traían a jalones y empujones al pobre Antonio que tenía una cara de asustado, más bien de muerto, que de todos modos no vi bien porque me preocupaba más detener a los compañeros. Leobardo ya estaba pasando una soga por la rama de un árbol. Parece que la cosa sí iba en serio, aunque todavía tengo mis dudas si a la hora de la verdad no hubieran mejor bajado al cabrón de Antonio. Al primer descuido ya muy mal.
Me metí en medio de la bola y se calmaron un poco. No quisieron soltar a Antonio. Lo dejaron amarrado y aceptaron hacer una asamblea para ver qué determinaban. Lo primero que dijeron es que ni Ezequiel ni yo teníamos voto, solamente voz, pero que era a ellos a los que les tocaba hablar y, que bueno, nos darían chance. Por suerte llegó Jesús que no sabía nada hasta que ya tarde regresó a su casa. No encontró a nadie y nos fue a buscar. Su llegada fue definitiva. Les dijo que eran unos pendejos. Que si le hacíamos algo a Antonio perderíamos todo lo que llevábamos ganado, que el grupo se tendría que deshacer, que todo se iba a terminar,¡que hasta la colonia en los terrenos de Casimiro se iba a perder! Yo creo que eso fue lo que más les pesó, porque luego de eso empezaron a ceder y por fin aceptaron soltar a Antonio, aunque algunos dijeron clarito que lo iban a matar donde lo encontraran.
Así acabó todo, sin que pasara nada. O bueno, sí, esa misma noche se fue Antonio y no volvimos a saber nada de él. Más bien yo sí supe dónde andaba, pero no dije nada. Con el susto era suficiente. A su esposa y a sus hijos nunca los molestamos, ellos no tenían la culpa de la traición de su padre.
La verdad – casi siempre termina diciendo lo mismo Ricardo – yo creo que muchos sabían donde andaba "el dueño del burro", pero todos entendieron finalmente que no era el enemigo y no valía la pena hacerle nada."

jueves, 7 de abril de 2011

Monterrey, Nuevo León, lo que pasó después de una invasión de tierras “agrícolas”, I (En 1978 o 1979)

La forma como el gobierno descubrió la toma de tierras en Paso Cucharas apuntaba claramente a una traición (antecedentes aquí y acá). Nunca pensamos que los delatores fueran Ricardo Esquivel o quien siempre lo apoyaba como enviado del partido, Ezequiel Navarro, que en ocasiones lo remplazaba. Ellos eran los únicos invasores que no estaban en la lista de solicitantes del ejido y por tanto los únicos "externos" al grupo que tomó las tierras. La negociación que inició Esquivel para salir de los terrenos invadidos y a cambio recibir tierras ejidales en un nuevo centro de población al sur del estado la vimos siempre como un triunfo. El tiempo confirmó nuestras esperanzas cuando siete meses después se ejecutó la resolución provisional del nuevo ejido. No eran pues los dirigentes partidarios los traidores.
Las preguntas para saber quién o quienes habían sido el o los informantes que pasaron el soplo al gobierno nos asaltaban seguramente a todos. Sabíamos que alguien nos había traicionado. Alguien de adentro, porque la policía política federal no estaba interesada en nuestras actividades, para ellos totalmente marginales, aunque nosotros nos sentíamos protagonistas de algo importante. La policía estatal no tenía buenos sistemas de información y estaba por aquellos tiempos muy ocupada en vigilar predios urbanos donde los rumores anunciaban invasiones para formar fraccionamientos urbanos clandestinos, tomas que se realizaban con trescientas o más familias, miles de ellas a veces.
A pesar de los difícil que era preparar una toma de tierras urbanas con tanta gente sin que la noticia se extendiera, en más de una ocasión la policía estatal fue sorprendida y los desalojos tardaban días en prepararse. Nosotros, que habíamos decidido la toma en reuniones relativamente pequeñas, en un lugar alejado de miradas curiosas, que nos metimos al predio de noche, con gran sigilo, y nos instalamos en una hondonada nada visible, fuimos descubiertos en unos cuantos minutos, menos de dos horas, para ser exactos; nadie podría dudar que había traición de "compañeros" de adentro.
Tres de nosotros, que nos teníamos absoluta confianza, empezamos a platicar sobre el asunto. Debíamos descubrir al soplón y escarmentarlo. Al poco tiempo la existencia del delator era conversación común, pero no pasamos de seis los que estuvimos involucrados en una investigación inocentemente artesanal, llevada a cabo con mucha discreción, que a la postre descubrió al traidor que resultó ser un individuo del que no queremos ni recordar el nombre. Era el padre de una de las cuatro familias habitantes de las pequeñas propiedades que estaban al lado este de Paso Cucharas. Campesino de unos cincuenta años tenía un pequeño taller donde herraba caballos y hacía algunos otros trabajos artesanales ligados al campo, además de cultivar su pequeño terreno y completar su ingresos con un exiguo hato de cabras que pastoreaban su esposa o sus hijos en los terrenos de Paso Cucharas. Era famoso entre nosotros porque tenía un burro del que obtenía muy buenos servicios de carga y que a veces uncía a un pequeño carretón para ganarse unos centavos más haciendo mudanzas de cualquier carga que le saliera al paso.
Poco después de la frustrada toma de los terrenos descubrimos que la situación económica del dueño del burro mostraba una mejoría inexplicable: cambió al burro por un caballo y compró un carretón más grande. Esa fue la primera pista. No tuvimos que vigilarlo mucho tiempo. El traidor iba con frecuencia a Monterrey por esos días; lo seguimos y descubrimos que entraba a las oficinas de la Procuraduría de Justicia del estado. Fue cuando se nos ocurrió mandar a Manuel, el más joven de nosotros, para que hablara con la judicial y ofreciera sus servicios de informante de lo que pasaba con los invasores de los terrenos de Paso Cucharas, que seguían reuniéndose y preparando una nueva toma. Qué hizo Manuel no lo sabemos a ciencia cierta, pero fue suficientemente hábil para que algún funcionario medio de la Procuraduría le tuviera confianza y queriendo averiguar qué pasaba delatara a su vez al soplón. Así confirmamos que el dueño del burro era quien nos había traicionado. Disculpen que no pongamos su nombre pero no queremos que nada de él, mas allá del mote "el dueño del burro", se perpetúa en nuestros escritos.
Lo que pasó después se no salió de control. Por poco nos cuesta la existencia del grupo que para ese entonces ya tenía un cierto nivel político. Fue Ricardo Esquivel quien salvó la situación nuevamente. En esta ocasión la intervención oportuna y certera de Ezequiel Navarro también tuvo mucho que ver. Está claro que las enseñanzas de partido en que militábamos y su organización en el estado nos libraron de la cárcel o de la diáspora del grupo que hubiera equivalido a un destierro voluntario.