jueves, 26 de mayo de 2011

Lucio en Chiapas, hace años, II

A las ocho de la mañana el calor empieza a crecer. La ligera neblina hace mucho que desapareció y bajo la sombra de los arboles de chalúm y los naranjos, un denso y ardiente vaho surge del suelo, que guarda mucha humedad de las lluvias recientes. Como es natural, los tres acompañantes de Ralf están cortando con rapidez; no, sólo dos; Inés y Ramiro cortan los granos con la mayor diligencia que el descanso nocturno les permite al comienzo de la jornada. Lucio algo sospecha y a propósito trabaja más lentamente que de costumbre, aunque lo hace sin pausa y metódicamente, como siempre. Mientras tanto Ralf, consultando frecuentemente su cronómetro, hace muchas anotaciones en un papel, sujeto sobre una tabla de plástico; al menos eso le parece a Lucio.
Poco a poco Inés y Ramiro se van cansando y el ritmo con que recolectan los granos maduros disminuye notablemente. Ralf empieza a reclamar con aspereza:
– Por qué cortas despacio, apura muchacho.
Lucio voltea a ver a Ralf. Sus ojos denotan molestia, pero el hijo del patrón está escribiendo algo y no lo nota. Media hora después, otro exabrupto
– Tú también apura, india. Ya vas muy despacio
Ahora la mirada de Lucio demuestra cólera, es sólo un relámpago que el joven alemán tampoco nota.
El calor ha aumentado. Es hora de tomar el descanso para la comida. Ralf les dice a los tres indígenas que no comiencen a cortar antes de que regrese y se retira rumbo a las construcciones centrales de la finca. Regresa una media hora después.
Empieza la tarde con un calor bochornoso. La humedad hace sudar a los cuatro copiosamente. Mientras comían sus tortillas, Lucio no supo qué decir; le hubiera gustado platicar con la Inés, pero el recuerdo de su hija violada lo hizo permanecer callado. Inés estuvo muy seria; se notaba cansada. Ramiro quería jugar; buscó hormigas y las estuvo molestando, correteó detrás de una mariposa. Lucio volvió a pensar en su hija a esa edad. Le hubiera gustado jugar con Ramiro, pero ya es grande y quién sabe qué dirían los demás peones si lo vieran retozando como un crío; además estaba tenso, sin saber bien por qué.
Ahora que ya llevan un buen rato cortando, después del descanso, nota que el mal humor de Ralf aumenta con el calor y los moscos. Es claro que al teutón le enoja que se pierda tiempo en ir a vaciar los tenates cuando están llenos. El sol ya pasó el cenit hace unas dos horas. La sombra de los jinicuiles no refresca. No se mueve ni una hoja en los cafetales. Ni la más ligera brisa se enfrenta al sopor de las dos de la tarde. En el aire húmedo y candente que los rodea, los peones se mueven con fatiga. Parecería que ha aumentado el peso de sus extremidades. Los tenates llenos de granos maduros parecen cargar el doble de los kilos que marcaría la báscula. El ritmo del corte de café ha bajado notablemente y en la hoja del hijo del patrón eso representa pérdidas.
– A ver si apuran, indios huevones – grita de pronto, enfurecido por el bochorno.
–Estamos cansados, patrón – ataja secamente el tzeltal, aunque en realidad el sigue cortando el mismo número de granos por minuto.
El retintín con que el indígena pronuncia la palabra "patrón" molesta al alemán.
–¡Soy patrón y callas!
La piel morena del tzeltal le impide a Ralf notar que a Lucio se le pone la cara roja, por la indignación contenida. Si el teutón fuera un poco menos bruto cuidaría su tono en adelante.
Minutos después Inés tropieza y cae. El joven alemán la levanta con brusquedad.
– Nada, nada, ¡apura!
– ¡Cuidado, joven! No vuelva a hacer eso – masculla entre dientes pero claramente el indígena.
El tono no le agrada a Ralf, pero un perro que pasa ladrando y gruñendo y que huye chillando al recibir la certera pedrada que le lanza Ramiro rompe un enfrentamiento.
– Yo ya acabé por hoy, patrón, voy a entregar lo que tengo – dice de pronto el tzeltal en un intento por no enfrentarse al hijo del dueño.
– Te quedas. Todavía no acaba jornada – responde en tono abrupto el alemán.
En el calor húmedo del cafetal parecería que danza un dios indígena de los que alientan la guerra. Transcurre media hora. A lo lejos se oyen, apenas como murmullos, las voces de otros indígenas que hacen su trabajo. Las plantas del aromático no permiten ver a nadie desde donde se encuentra Ralf. Cansado, el niño indígena ve cruzar un tejón a diez pasos de distancia. Casi por instinto deja caer el tenate e intenta correr tras la alimaña. El hijo del patrón también ve al animal y se adelanta al deseo del chiquillo, de modo que lo atrapa de un brazo con una de sus manazas y con la otra le da un golpe en la cabeza.
– Te pago por trabajo, no por juego.
Una mano morena, callosa, áspera, pero también ágil y fuerte, jala desde atrás, por el cuello de la camisa, al alemán. El teutón se revuelve furibundo e intenta golpear al tzeltal. Es claro que en su tierra hace ejercicio y cualquier observador, al ver cómo se mueve, notaría que también está entrenado en algún deporte de defensa y ataque. Pesa más de noventa kilos pero se mueve con agilidad. Inés y Ramiro están paralizados. No cabe en su cabeza que el hijo del patrón esté siendo atacado. El niño indígena empieza a llorar; como destello fulgura en él la idea de golpes y cárcel para el que lo defendió. Pero la sorpresa borra esa imagen. Quien ya mató a un hombre más grande sabe pelear. Un codazo y un golpe con la frente dejan por fin tirado al teutón, medio inconsciente y sangrando abundantemente por la nariz. El tzeltal tiene un ojo inflamado y cojea notoriamente, pero se detiene después de dar tres pasos y dice con gran frialdad, dirigiéndose a Inés y a Ramiro:
– Vayan con José y díganle lo que ha pasado. Anden, corran.
Espera a que los dos peones reaccionen. Inés lo ve atónita y empieza a balbucear.
– ¿Qué pasará contigo?
– Ve y avisa, yo me arreglo sólo. – Es una orden tajante. Inés obedece como caminando en sueños, mientras Ramiro la guía de la mano. Ralf empieza a moverse y a gemir.
Corriendo a pesar del dolor en la rodilla, Lucio llega a su choza. Tarda menos de un minuto dentro y escalando por la parte más abrupta del monte desaparece pronto.
Merodea todo el resto del día por fuera de la finca. Ve llegar los carros de la policía. Sabe que ahora sí lo va a buscar la autoridad y no los parientes del agraviado. No tendrá dónde esconderse, ni en Tapachula, ni en todo el sur del estado. Tal vez ni en todo Chiapas. Se queda hasta tener casi la certeza que no castigarán a nadie más, o a todos un poco por su culpa, pero a eso ya están acostumbrados los indígenas y entre todos duele menos, aunque el agravio se guarda más profundo.
La noche no guarda secretos para él, ni el bosque, ni sus caminos. Ocho o más días por la montaña no serán ninguna novedad.

jueves, 19 de mayo de 2011

Lucio en Chiapas, hace años

Cuando el Profe conoció a Lucio éste le contó que abandonó su cafetal porque mató a machetazos al violador de María, su hija. “Tapachula es grande y está lejos, muy al sur, ahí nadie me buscará”, pensó.
Tenía razón. Trabajó quince días de estibador. Su físico no le ayudaba. A fuerza de resistencia y voluntad se sostuvo ese tiempo, pensando: “Poco a poco me acostumbraré y podré competir con todos”. Lo pensaba en tzeltal, claro está.
– El tal Gunter produce café orgánico. Lo vende mucho más caro que el nuestro – oyó decir un día a Petul, aquel indígena borracho que cargaba más que todos y gastaba su dinero en mujeres y bebidas alcohólicas.
“Café orgánico. Los de Cop Café y los de ISMAM lo producen. Yo hubiera podido producirlo, pero en mi media hectárea ya había echado fertilizantes. Tal vez hubiera engañado a los compradores, aunque en el ejido todos saben lo que hacen los demás. Yo sé de café ¿Dará trabajo el tal Gunter?”
Fue así como llegó a la finca del teutón, con ganas de conocer a un alemán, pero su deseo no fue cumplido: se topó con el administrador, un ladino renegado que hasta alemán quería aprender y maltrataba a los de su raza, los mayas de cualquier denominación, mexicanos o chapines. Se llamaba Mariano. Aguantó toda la cosecha. Para eso sí era bueno, su baja estatura no importaba a la hora de alcanzar los granos maduros y había cortado café desde antes de ir a la escuela, cuando tenía menor estatura.
Muchas veces, a la sombra del cafetal, recordó los años de su niñez: “La media hectárea apenas nos daba un poco de dinero. Mi padre, siendo ejidatario, no podía mantenernos, por eso trabajaba de peón en otras cosas. No tuvo dinero para llevar a mi madre, ni ir él, a un buen doctor, así murieron mis viejos con esa tos, que hasta los hacía escupir sangre.”
Otras veces recordaba sus años de casado. “Mi esposa murió de la misma tos. Tuberculosis, decían los del centro de salud comunitaria. Sólo quedamos María y yo. Completábamos lo que necesitábamos cortando madera y haciendo muebles. Así hubiera vivido si no me encuentro a ese tal Renato cuando terminó de violar y matar a mi hija, pero se encontró lo suyo.”
Mariano, el administrador ladino, se fijó en él, que siempre terminaba primero y con más café cortado. Salía muy poco de la finca y en el tiempo de la cosecha no lo vio borracho nunca. Era de los peones que no se dejan, pero cumplía su tarea y mucho más. Seguro sería bueno para otros trabajos. Así, al fin de la recolección, lo contrató como asalariado de planta y Lucio se quedó a vivir en la finca, lejos de cualquiera que lo anduviera buscando para vengar la muerte de Renato. Por miedo a que lo descubrieran, solo bajaba a la ciudad de vez en cuando, a poner su dinero en el banco. Su cuenta fue creciendo; el tzeltal no gastaba en nada.
Se acercaba la fiesta de todos los santos y con ella el inicio de la cosecha. El indígena escuchó que vendría desde Alemania el dueño de la finca, para revisar la recolección del grano. “Tal vez ahora sí conozca a Gunter” pensó “y vea cómo es un alemán.” Pero quien llegó fue el hijo del patrón; Ralf, oyó que le decían. Joven, alto, desteñido y algo bruto, le pareció a Lucio.
***
– ¿Cierto se andan revelando esos indios? – pregunta Ralf a Mariano, en su mal español.
–No tanto, andan alborotados desde hace seis años por eso del levantamiento zapatista. Su papá creyó entonces que nos quitaban la finca pero no pasó nada. Les aumentamos un poco el jornal y se quedaron todos. Los que se van son por otras causas, como siempre. Hay algunos que se creen mucho, como ese tal Lucio, pero no es zapatista y sí buen trabajador. En realidad todos están tranquilos.
– Si hay algún creído yo bajo humos, ¿o cómo dicen ustedes? Señala a ese tal Lucio.
***
Amanece. Una fina niebla cubre los cafetales. Como todos los días Lucio se prepara para iniciar sus labores. Mariano ha intentado en vano poner al tzeltal a repartir el trabajo y vigilar a los peones, casi todos ellos indígenas. En contra de su tacañería habitual, Mariano le ha ofrecido jornal diario muy por arriba del acostumbrado. Nada ha podido conmover a Lucio. Cierto día hasta lo amenazó con correrlo: “Trabajo hay en muchos lados. De hambre no me he de morir” fue lo único que comentó el indio.
No era cuestión de perder un buen trabajador. Lo que ni siquiera imagina Mariano es lo que piensa Lucio: "¿Yo capataz?, ¡vale madre! Llevo buen tiempo trabajando aquí. Ya tengo algo de dinero ahorrado. En uno o dos años más me voy a Veracruz. Con suerte me matrimonio otra vez y consigo un terrenito. Ojalá tenga la suerte de no enfermarme, porque si no, ya se chingó el asunto.” Pensando en esto sale de la choza que él mismo levantó, con autorización de Mariano, en una orilla del cafetal, donde el monte se levanta abruptamente. ¡Cómo desearía disponer de algo de terreno! dos cuartillos, cuando menos, para sembrar maíz, pero en eso Mariano ha sido inflexible: maíz ni frente a su choza; ¡nada de maíz dentro de la finca! Para qué buscar problemas; mejor se aguanta las ganas.
El cielo anuncia un día soleado. Escondido tras los altos montes, el sol apenas está tiñendo de un azul lechoso el firmamento. Bajo los árboles de chalúm y los jinicuiles, que dan sombra al café, Lucio apresura el paso para llegar como siempre de los primeros a la distribución del trabajo. Al salir del cafetal distingue en la explanada donde se entrega el café, junto a la báscula, al hijo del patrón. "¡Qué raro que esté despierto tan temprano!" José, el indígena que sí aceptó el puesto que tantas veces le ha ofrecido Mariano, está claramente desconcertado; con el sombrero entre las dos manos, estrujándolo, parece que no sabe qué hacer con él. Algo molesta inmediatamente a Lucio. Estima y respeta a José, le ayuda cuando alguien se le alebresta, interviene en los conflictos a la hora de pesar el café cosechado, calmando a José, favoreciendo en lo que puede al peón, pero sin que por ello comprometa al indígena que deberá rendir cuentas a Mariano. Ve a José como si fuera de su familia y sabe que la necesidad lo ha obligado a ocupar un puesto odioso. Ahora le molesta verlo como si lo hubieran humillado. A veces él también le ha gritado y se le ha puesto al tú por tú, dos o tres veces se lo ha tenido que chingar al momento de pesar el café de algún peón y ni siquiera se le ha ocurrido pedirle disculpas, pero verlo como hoy, le subleva algo muy adentro.
Pensando en todo eso oye su nombre mal pronunciado por el hijo del patrón. El tal Ralf quiere ver qué tanto cortan los peones en una jornada. Ha elegido a la Inés, al niño Ramiro, de tan sólo doce años y a él para "tomar tiempos y movimientos", le pareció a Lucio que eso decía, aunque no entendió qué significaban tales palabras. Ahora, con esa vestimenta ridícula y ese sombrero que parece de tela y de cartón, los sigue con un gran reloj en la mano. "Uno de esos que les dicen cronómetros", piensa Lucio.

jueves, 12 de mayo de 2011

Lucio, el tzeltal, actualmente

Lo fuimos a buscar al norte de México. Alguien nos dijo que acababa de atravesar la frontera de regreso. La cruzó también ilegalmente, como lo hizo en su huída a los Estados Unidos.
Teníamos curiosidad. No entendíamos bien por qué cruzó como ilegal, otra vez de mojado, si es mexicano y no un mexicano cualquiera; bien podemos decir que es de los mexicanos originales, descendiente directo de quienes habitaban este país antes de la llegada de los españoles. Pero en fin, cruzó escondidas, por un paso no lejano a Piedras Negras, Coahuila. Solo, sin avisar a nadie, si el río se lo hubiera llevado nunca nadie volvería a saber nada de él. Aunque empapado, llegó salvo y tranquilo a territorio mexicano.
Fuimos hasta allá con el Profe, que es el que lo conoce. Ahora resulta que el Profe no quiere contar nada, que lo sigue recordando como lo conoció hace unos doce años, cuando Lucio le contó su huída. Que esos recuerdos no le permitirán ser objetivo al describirlo ahora.
Así es que nosotros vamos a narrar lo que recordemos de lo visto y oído desde nuestra cómoda posición de guardianes de la memoria colectiva de quienes nos son afines.
El Profe lo encontró en la terminal de autobuses que van a Saltillo. Llevaba dos días vigilando las salidas hacia el sur, esperando que Lucio no hubiera decidido iniciar su regreso a pie. “No es tan atrabancado * y debe traer suficiente dinero” nos dijo el Profe y tuvo razón, a los dos día apareció. Supimos que era él porque e Profe pagó los tacos que se comía frente a la terminal sin esperar el cambio, tomó al vuelo su mochila y cruzó la calle directamente hacia el pequeño indígena que venía con paso tranquilo por la acera de enfrente, caminando hacia la estación de camiones. Aunque Piedras Negras no es un paso común de migrantes, como todas las ciudades fronterizas con Estados Unidos está poblada por individuos de todos los tipos físicos de mexicanos, además de muchos de tipo extranjero. Nuestra primera mirada arrojó lo siguiente: Lucio no es alto, si acaso medirá uno sesenta o uno sesenta y cinco. Piel morena, como la mayoría de su etnia, requemada por el sol y el viento seco de Texas; más bien delgado, pero se le nota musculoso. Aparenta unos cuarenta años, aunque sabemos que andará por los cincuenta. El pelo abundante e hirsuto, totalmente negro, y el ralo bigotillo, casi una sombra, son seguramente los que esconden los años que oculta. Sólo ver al Profe y fue evidente que lo reconoció.
– Profe ¿tú aquí? No pensé encontrar a nadie conocido de éste lado.
– Que gusto saludarte y poder darte la bienvenida a tu patria. Pero no te preocupes. El único vivo que sabe de tu regreso soy yo. Nadie más, que yo sepa, te anda buscando de este lado.
Desde que Lucio vio al Profe su cara sonriente tradujo su alegría. Había algo de sorpresa en sus ojos pero nada denotaba preocupación.
Tras las pocas palabras que ya oímos, Lucio cambió el periódico que traía a su mano izquierda y le tendió la derecha al Profe. El apretón de manos fue largo y fuerte. Las caras sonrientes. No hubo abrazos a la mexicana. Tras el saludo, caminando lado a lado, entraron a la terminal de autobuses.
– ¿Hasta dónde vas? – El Profe sacó su cartera frente a la taquilla de los camiones.
– Guarda. Me toca pagar a mí. Durante un buen tiempo no voy a necesitar dinero.
– ¿Hasta dónde vas? Te pregunté.
– Si pudiera me iba hasta Tenejapa. Ya sé que no hay corridas pa’llá.
– Vamos a Querétaro. Está bien, tú pagas los pasajes. Te quedas unos días en Querétaro, en mi casa. Así me platicas qué planes tienes o qué travesuras hiciste en el otro lado. Seguro has de haber madreado a un gringo cuando menos.
Así empezamos a sabe más de Lucio, indígena maya, parte de cuya historia nos contó el Profe hace mucho. Vamos a pensar si esa historia la incluimos aquí.

* La palabra atrabancado no está en el diccionario de la RAE ni en el Espasa-Calpe. En el norte de México se usa como adjetivo para una persona impulsiva, aventada, que no piensa mucho las cosas antes de actuar, que toma riesgos innecesarios. Tal vez impulsivo e irreflexivo lo traduzca bien (nota del editor)

jueves, 5 de mayo de 2011

Tres horas antes de un amanecer de 2011

Este calor, húmedo y pegajoso, no es el de Ciudad Victoria. Tampoco es el de Guadalajara, ciudad mucho más fresca ¿Qué hago en esta cama que no reconozco como mía? ¿Por qué tengo el pulso tan acelerado? Sí, sí, acabo de despertar como si saliera de una pesadilla, pero no recuerdo estar soñando nada. Es el calor, la humedad. Estoy sudando como si estuviera enferma, pero aparte del pulso tan anormal, tan acelerado, de persona asustada, no tengo ningún otro malestar. Intento ver la hora. No encuentro mi reloj. Solamente traigo el celular ¿Dónde lo dejé? ¡Qué es esto! No estoy acostada en una cama. Sólo un colchón en el suelo. Ya, ya. Estoy en la costa más al sur del México actual que tanto me duele. Vine a ver a mi hija que ha decido sepultarse en este risueño pueblito turístico oaxaqueño. No reconozco los caminos que siguió para llegar a ser conservacionista ecológica, aunque ella niega una y mil veces pertenecer a tal categoría. Por qué hablo de caminos y senderos desconocidos. Por qué me extraño de los que ha seguido mi hija si lo que yo he recorrido son no sólo misteriosos si no absurdos. Ya, ya recuerdo. Tengo vacaciones, mis alumnos del ITESO de Jalisco descansarán estos quince días de su maestra mal hablada. Me traje toda una resma de papeles porque sigo terca escribiendo a mano con una pluma Bic de tres pesos en vez de teclear una lap-top como aconsejan mis alumnos ¡Huy, que modernos! ¡Muchachitos pendejos! ¿Van a servir mis escritos de maldita la cosa? Rascando en un pasado de joven obrera de maquiladora, acosada laboral y sexualmente, prácticamente analfabeta, hasta llegar a lo que algunos dicen que soy ahora, por esas veredas que hace un momento llamé absurdas. El Profe afirma que me he convertido en una filósofa jesuítica. Está pendejo. Cierto que busco los fundamentos filosóficos de la historia de mi partido ya desaparecido. Los ando buscando acaso en la costa más al sur de la República, en este pueblo tortuguero de Mazunte. No, es más bien en el norte de la República Mexicana donde debo buscar; en Tamaulipas, donde hace años fui diputada, en los estertores del partido que me formó. Es Marx y no los jesuitas quien me enseñó filosofía, aunque mi primer libro trate de los aspectos ontológicos de la pedagogía de Paulo Freire. Cuando lo escribí todavía no conocía a los jesuitas. Bueno, sabía de ellos y los odiaba en bloque; solamente había tenido contacto con aquel jesuita, homosexual de closet y tan reprimido que a ratos perdía todo equilibrio humano. Veía yo mucho más equilibrados a mis otros compañeros de partido, los que se creían máximos conquistadores amorosos y a uno de los cuales hice huir armada con unas descomunales tijeras terminadas en afilada punta. Mi pulso ya se regularizó. No es cierto que me haya traído los papeles del nuevo libro que escribo. Sólo este viejo cuaderno que nunca me abandona. En unas pocas horas sabré que busca mi hija en esta playas que aún de madrugada son tan calurosas. Me llamo Josefina Atilano, soy historiadora, o socióloga; trabajo de maestra en el ITESO de Guadalajara. Estoy de vacaciones. Mejor me duermo, aunque haga tanto calor. No vaya a despertar a estas muchachas que tan amablemente me prestaron una esquina de su casa y este colchón que ahora moja mi excesivo sudor. Buenas noches, aunque sean las tres de la madrugada.